Reflexiones sobre miedo, justicia y sociedad
Años atrás, cuando era adolescente, regresaba de jugar fútbol con mi amigo Juan. Ambos vivíamos en la misma área de la ciudad, y una fuente marcaba el punto donde teníamos que separarnos para llegar a nuestras respectivas casas. Ese día fuimos asaltados por primera vez, y diversas preguntas existenciales surgieron.
Juan y yo éramos jóvenes, saludables y llenos de adrenalina. Veníamos emocionados tras una tarde de esparcimiento, como tantas otras en aquella época. No había malicia en nuestro caminar ni preocupaciones en nuestros pensamientos.
Quizás no encajábamos en la definición romántica de inocencia, pues ambos habíamos pasado por nuestra cuota de experiencias difíciles que marcan a una persona hasta la adultez. Sin embargo, algo era seguro: en esos momentos, en esa tarde, ninguna idea de peligro rondaba nuestra mente.
En la bifurcación de nuestro camino a casa, junto a la fuente, Juan y yo nos disponíamos a despedirnos y dirigirnos a nuestras respectivas casas, con nuestras familias ajenas al posible peligro. Antes de despedirnos, un joven, apenas unos años mayor que nosotros, se acercó.
Conociendo la realidad
Yo, menos conocedor de las dinámicas de la calle, no podía afirmar con certeza si el muchacho estaba intoxicado ni con qué sustancia. Juan, con mayor experiencia en los sectores vulnerables de la ciudad, supo de inmediato que nuestro atacante estaba drogado, presuntamente con alguna sustancia peligrosa y barata, como thinner o resistol 5000.
El asaltante nos pidió que entregáramos nuestras pertenencias de valor. En realidad, el valor monetario de lo que llevábamos era poco: yo tenía un reloj y un celular de gama baja, y Juan portaba un anillo con mayor valor sentimental que económico, además de su celular, también de bajo costo.
En ese momento, recuerdo haber pensado que podíamos vencer a nuestro asaltante. Imaginé un plan para atacarlo mientras se distraía con Juan. Pero todo quedó en pensamiento. Estaba sorprendido; nunca me habían asaltado.
Nunca había siquiera imaginado que eso pudiera ocurrir. El tiempo pareció transcurrir más despacio, pero pronto el asaltante, al vernos dudar en entregarle nuestras pertenencias, levantó la playera, dejándonos ver que tenía una pistola—otra primera vez para mí.

Instinto de supervivencia
El instinto de supervivencia de ambos se activó. Entregamos lo que llevábamos: Juan, su celular, seguido de su anillo cuando el asaltante lo exigió; yo, mi reloj, que había sido un regalo. Sentí alivio al notar que no me pidió el celular que tenía guardado en una de las bolsas de mi short.
Esto ocurrió entre las seis y siete de la tarde, en una intersección entre una calle principal de la colonia y una de las avenidas más importantes. A nuestra espalda había un puesto de comida, con personas sentadas que parecían ajenas a lo que sucedía apenas a unos metros de ellas.
Todo era confuso: el asaltante hablaba con Juan, pero yo no podía concentrarme. Quería atacar, quería correr, pero no me atrevía a hacer nada.
Al parecer, el asaltante nos preguntó dónde vivíamos. Esto parecía ser un código de respeto: no asaltar a la gente del mismo barrio. Juan se sintió más seguro; su interacción con delincuentes y adictos debía ser mayor que la mía.
El resultado
Finalmente, el asaltante decidió marcharse. No había dado dos pasos cuando, abruptamente, volteó y nos devolvió las cosas. Me advirtió que solo por ser amigo de Juan me estaba “salvando” de perder mis pertenencias.
También nos advirtió que no quería volver a vernos por esos rumbos, lo cual me pareció difícil, ya que vivía a dos cuadras de ahí. Y con eso, se marchó.
Las personas que estaban comiendo resultaron ser conocidos de Juan. Cuando él les contó lo sucedido, inmediatamente se lanzaron a perseguir al asaltante. No lo alcanzaron, pero sentí que algo parecido a justicia estaba ocurriendo. Juan se fue a su casa satisfecho de que sus conexiones le habían permitido no ser víctima de un delito. Yo regresé a la mía, confundido y asombrado. Mi mundo acababa de cambiar.
Reflexionando
Esa noche comencé a filosofar, y lo hice durante muchos más a lo largo de los años. Es curioso cómo una simple experiencia puede despertar una serie de preguntas que, de otro modo, carecerían de significado.
Me pregunté si mis padres habían hecho lo correcto al no advertirme sobre la posibilidad de ser amenazado por alguien drogado o armado, o si siquiera ellos eran conscientes de que eso sucedía.
Me di cuenta de lo absurdo que fue no entregar mi celular, cuando bien el asaltante pudo haberme pedido vaciar mis bolsillos y enojarse al descubrir que le había mentido. ¿Por qué otorgué más valor a un objeto material que a mi bienestar?
También me pregunté si Juan estaba en ventaja por haber crecido en un ambiente de calle, si esa malicia que él poseía era un recurso para sobrevivir en un mundo lleno de peligros. Si el miedo es tan común en nuestras vidas que nos limita a actuar.
La ironía
Reflexioné sobre la ironía de que un delincuente pudiera adherirse a códigos de conducta y vínculos comunitarios basados en el lugar de residencia y me cuestioné también qué es la justicia y cómo debería aplicarse.
Años más tarde, aún me pregunto si ese asaltante adicto es un error de la sociedad que debe ser neutralizado, o si es la sociedad la que le ha fallado y prefiere culparlo y castigarlo para evitar cargar con la responsabilidad de su propia indiferencia.
Me pregunto todos los días: ¿qué estamos dispuestos a hacer con tal de hacernos de más propiedad privada?
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